Un monje tenía siempre una taza de té al lado de su cama. Por la noche, antes de acostarse, la ponía boca abajo y, por la mañana, le daba la vuelta. Cuando un novicio le preguntó perplejo acerca de esa costumbre, el monje explicó que cada noche vaciaba simbólicamente la taza de la vida, como signo de aceptación de su propia transitoriedad en este mundo. El ritual le recordaba que aquel día había hecho cuanto debía y que, por tanto, estaba preparado en el caso de que le sorprendiera su partida al mundo eterno. Y cada mañana ponía la taza boca arriba para aceptar el obsequio de un nuevo día, y recibir con aceptación todas las circunstancias que ese día le brindaba para aprender y para enseñar. El monje vivía la vida día a día, reconociendo cada amanecer como un regalo maravilloso, pero a la vez terminaba cada día sin pendientes, con la paz de la conciencia tranquila, del perdón y de la acción realizada en el momento necesario del ahora.
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