El lenguaje que utilizamos para comunicarnos con los demás está compuesto por una serie de letras, palabras, símbolos, números e ideogramas que en sí mismos no significan nada. Nuestra mente las traduce e interpreta en base a un determinado sistema de creencias. Pero al hacerlo, distorsiona subjetivamente su verdadero significado. Es un milagro que hablando nos entendamos con otra gente.

Una cosa es la intención desde la que nos comunicamos con las personas.
Otra, la forma en la que expresamos lo que queremos decir.
Y finalmente, la manera en la que nuestro interlocutor interpreta lo que hemos dicho.

En demasiadas ocasiones, esta interpretación no tiene nada que ver con nuestra intención.
Es entonces cuando se produce un malentendido, desde el que puede aflorar el conflicto en forma de represión o agresividad.
Al activarse nuestro instinto de supervivencia emocional, en ocasiones quedamos presos de nuestras emociones, las cuales nos impiden hablar de forma tranquila y respetuosa.

O tratamos de imponer nuestro punto de vista o dejamos que el otro imponga el suyo.

Si somos de los que necesita tener la razón, nuestra vehemencia provoca que solamos perder la paciencia fácilmente..
Y si somos de los que prefiere no entrar en conflicto, tendemos a agachar la cabeza, negándonos a nosotros mismos.
En ambos casos (PASIVO o AGRESIVO) perdemos la capacidad de expresar con claridad (ASERTIVAMENTE) lo que verdaderamente necesitamos.